sábado, 25 de marzo de 2017

Apaga y vamonos.- 1995

Apaga y vamonos.- 1995


   Alimentado con carbón vegetal y reanimado con inyección de aire frio, el primer alto horno lo construyó la sociedad bilbaína Ibarra, Mier y Compañía, en la fábrica de hierro Nuestra Señora de la Merced, del cántabro valle de Guriezo, límite con Vizcaya. Era 1847 y la revolución industrial gateaba aún en pañales. Sólo un año después, empezaba a funcionar el alto horno de la fábrica de Santa Ana, en 1855 se encendían los de Nuestra Señora del Carmen, en Baracaldo, y en1890, los tres altos hornos de la sociedad Vizcaya.

Aspecto de Altos Hornos de Vizcaya de Noche.
   Con estos poderes llega el Bilbao de principios de siglo al 26 de junio de 1901, la fecha. Se reúnen ese día los representantes de Altos Hornos y Fábrica de Hierros y Aceros, los de Vizcaya y los de Iberia, para firmar el acuerdo de fusión de las tres empresas. Nace Altos Hornos de Vizcaya Sociedad Anónima. Treinta y tres millones de pesetas, el capital inicial; doscientos administrativos, catorce ingenieros, setenta y cinco contramaestres, cinco mil seiscientos obreros y doscientos treinta mineros, la plantilla. Se cierra el primer ejercicio con una producción de 147.778 toneladas de acero.

   La ría, el perdido Nervión, es entonces, escribe Unamuno, “una ría de reflejos metálicos, sucia de ordinario con escurrajas negras de carbón y rojas de menas de hierro; una ría que se hincha a las horas de la marea con el agua del mar cercano, y luego en bajamar se convierte casi en una cloaca; una ría que parece arteria de enfermo”.

   Y es, tras la guerra, símbolo. El franquismo se vuelca en el apoyo de Altos Hornos, pilastra del régimen. La reconstrucción nacional aumenta la demanda, pero el aislamiento y la falta de divisas impide el necesario acceso a las firmas extranjeras para la compra de instalaciones. Cada mejora técnica es anunciada a bombo y platillo. La batería de cincuenta hornos de coque es inaugurada por todo lo alto, igual que la acería LD de tres convertidores, tres mil toneladas de arrabio de capacidad máxima, igual que los trenes de laminación de Ansio.
   En 1972, se alcanzan por primera vez los dos millones de toneladas de acero. Pronto, sin embargo, llegará la agonía.

   La crisis estalla en 1974 y a partir de 1978 se hace insostenible. Dos mil ochocientos millones de pérdidas en 1977, siete mil millones en 1978, nueve mil millones en 1979, con peligro incluso para el pago de nóminas. En febrero de 1980. El gobierno destina diez mil millones de pesetas para la operación a corazón abierto de Altos Hornos de Vizcaya. Se consigue superar la producción del año anterior, pero se pierde casi once mil millones de pesetas. Los gastos son superiores a los ingresos que, por otra parte, superan los de Gran Bretaña, Italia y Japón.
   El 4 de mayo de 1981, seis bancos privados firman un acuerdo para financiar AHV con cuarenta y un mil millones de pesetas.

Javier Miranda saca con un cazo una muestra de Arrabio
   Cuatro días después, el Gobierno aprueba por decreto la reestructuración. Adecuación al sistema de precios de la CECA, el INI avala un crédito por valor de ocho mil quinientos millones para AHV, se encarga el informe Kawasaki. La consultora japonesa concluye: instalaciones caras, alto coste salarial. Con siete mil obreros y diez mil técnicos y administrativos menos se conseguiría una mayor producción. Una inversión aconsejada de ciento cincuenta mil millones de pesetas.

   La arteria del enfermo termina a reventar. Ocho mil quinientos millones de pesetas perdidos en 1982, cinco mil trescientos millones en 1983, catorce mil millones en 1986, trece mil millones en 1987… pozo sin fondo, quiebra técnica. El 28 de octubre de 1992, el Consejo de Ministros aprueba, junto a una aportación pública de seiscientos mil millones de pesetas, la creación de la Corporación de la Siderurgia Integral (CSI), que incluye bajo sus siglas a los eternos rivales Altos Hornos de Vizcaya y Ensidesa y que está estructurada en Planos, Productos Largos y Transformados. El primer paso fue dibujar el Plan de Competitividad, que idea la sustitución de cabeceras por miniacerías, como la compacta, cuya primera piedra acaba de ser colocada en Sestao.

   Nada más cruzar la barrera, el paisaje cambia de forma brutal. Los edificios “normales”, los de cemento, ladrillo y varios pisos, dejan lugar a enormes e incomprensibles estructuras férreas que tienen a un tiempo, aires de monumento y de ruina. Kilómetros enteros de gigantes de hierro encadenados por puentes de metal, sujetos por vigas de metal, cruzados por vías y tubos de metal, horadados por puertas y ventanas de metal, dan al conjunto un aspecto sobrecogedor. En cierto modo, parece una ciudad fantasma, abandonada por la mano del hombre y conquistada por el tiempo, el polvo, el óxido y el olvido. Los colores van del rojo herrumbroso de la tierra al gris plomizo del cielo. En medio, una mezcla de barros negros, de cristales rotos que dejaron hace mucho de ser transparentes, de barracones derruidos, de torres oscuras con vigas desnudas que amanecen hoy por última vez, de edificios que no volverán a ver la luz del sol. Chatarra. Toneladas de chatarra, montañas de hierros retorcidos que se mezclan en posturas imposibles, un kamasutra metálico cuyos reflejos pasan del gris al rojo, del rojo al negro, del negro al gris…

Félix Heras en el Horno Uno. 
   Sin embargo, la ciudad no está del todo muerta. No todavía. Si se ajusta la mirada a escala humana, algunos de esos gigantes dejan ver, entre sus pliegues y heridas, decenas de pequeñas siluetas en movimiento. Como hormigas, los trabajadores van ordenadamente de un lugar a otro, cumpliendo con precisión misiones para nosotros desconocidas, pero sin duda fundamentales: pican, cortan, sujetan, apartan, golpean, sueldan, almacenan, transportan, vigilan… En total quedan unas tres mil personas aquí. En tiempos, llegó a dieciocho mil.

   Altos Hornos de Vizcaya, el símbolo al rojo de la España industrial, se muere. A su enorme corpachón de acero le van fallando poco a poco los órganos, en un proceso lento de deterioro que comenzó hace casi tres lustros y que llega ahora a su fase final.

   Es 15 de febrero, y en un gran descampado, que hasta hace sólo unos días albergaba alguna de las partes de este gigante ya sentenciado, una carpa blanca e inmaculada se prepara para dar la bienvenida al sucesor. A su alrededor, los monos azules, con sus tres letreas AHV (Altos Hornos de Vizcaya), se mezclan con los monos blancos, a estrenar, que ostentan las nuevas siglas: ACB (Acería Compacta de Bizkaia). Los altos hornos se han convertido en acería compacta; Vizcaya, en Bizkaia.

La nueva generación.

   A la carpa blanca, levantada expresamente para la ocasión, llegan los políticos a pronunciar sus discursos y a colocar la primera piedra de recién engendrado heredero. El ministro de Industria, Eguiagaray, y el lehendakari Ardanza, celebran el nacimiento de la nueva planta, cuatro veces más productiva que la vieja, depositaria de una tecnología pionera que se va a utilizar por primera vez en Europa. Todo van a ser ventajas; menor tamaño, entre un veinte y un veinticinco por cien menos de costo; desaparición de procesos intermedios de transporte y almacenamiento de semiproductos; menor número de trabajadores (en total trescientos ochenta) y, por lo tanto, mayor ahorro. Ambos hablan de coladas continuas, planchones, productos largos, terminados en caliente, transformados, hornos eléctricos, prerreducidos, trenes de laminación en frío y bobinas de banda como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas que trabajar el acero.

   Solo un poco más allá, enfundado en su mono azul, Mariano Curiel no escucha los discursos. Tiene la vista perdida, fuera de la carpa, en algún lugar de la línea de estructuras del fondo. Allí, las grúas continúan su trabajo contra las siluetas rotas de los edificios. El cielo, de plomo y acero, pesa ahora como una losa. En aquellas torres, junto a la ría, Mariano ha pasado los últimos veintisiete años de su vida. Allí están, aún en pie, las baterías de coque, el material que, mezclado con el mineral de hierro y calentado a mil quinientos grados, se fundirá en arrabio, del que después se obtendrá el acero.

Mariano Curiel señala una de las baterías de coque.
   Mariano Curiel se acuerda del trasiego continuo de las gabarras que descargaban el carbón: “del barco, el carbón iba directamente a la torre de mezclas, donde hacíamos el coque. Después, por aquellas rampas del fondo, el coque llegaba hasta el horno alto”. No vemos las rampas, pero es igual. Mañana nadie más podrá verlas ya. Esas torres que Mariano mira con nostalgia serán derribadas justo al día siguiente. Ahora ya no se fabrica el coque allí mismo, como siempre se ha hecho; se trae, ya preparado, de otros lugares, Las baterías donde éste y muchos más hombres han gastado sus vidas ha dejado de ser útiles.

   Oficinas centrales de AHV en Baracaldo. Ignacio Agreda, director de Comunicación, explica cómo el proceso de concentración de las empresas siderúrgicas se ha hecho obligatorio en toda Europa. “En España, este proceso estaba aún pendiente. Las grandes siderurgias integrales, como Altos Hornos y Ensidesa, hace mucho que no son rentables. El Estado se encontró con participación en estas dos empresas, que además de perder dinero, eran rivales. Y entonces creó un organismo, la Corporación Siderúrgica, que las incluía a ambas. Un centenar de técnicos redactó un plan de viabilidad y se racionalizaron las tareas. Se pensó que este era el lugar adecuado para una acería compacta”.

   Y probablemente sea así. Si todo marcha como está `revisto, la nueva acería producirá, a partir de mediados del año que viene, un millón de toneladas de acero anuales, casi tanto como su gigantesco antecesor (las instalaciones de AHV ocupaban más de cinco millones de metros cuadrados y producían un millón y medio de toneladas anuales) y dividirá por cuatro los costes. La siderurgia, al fin, volverá a ser rentable en España.

Canales de fuego.

   Alto horno número Uno, turno de mañana. Los hombres están agrupados junto a las barandillas que dan al exterior. La boca del horno, alrededor de la que todos trabajan, no está al nivel de calle, sino varios metros encima. Algunos están sentados, otros permanecen de pie. Parece que no tienen demasiado que hacer, pero la impresión pronto se revela falsa. El trabajo, aquí, llega a borbotones, de forma discontinua y a mil quinientos grados de temperatura. El suelo es de arena y en la arena hay canales, regueras muy parecidas a las que utilizan los hortelanos para alimentar su huerta. Solo que por estos canales, en vez de agua, circula mineral fundido del que saltan chispas incandescentes, tan bellas como peligrosas. Al contacto, producen quemaduras horribles. Nadie conoce sus trayectorias, ni hasta dónde son capaces de llegar. Depende de la temperatura de la colada y de la humedad de la arena con la que hacen las barreras, depende de hacia dónde sople el aire, depende del destino. Javier Miranda, de treinta y nueve años, luce una quemadura reciente en el dorso de su mano derecha. Una costra a medio formar no consigue tapar del todo el pequeño boquete en la carne. Alrededor, un halo rojo revela una incipiente infección: “se pondrá peor –dice- es una quemadura de escoria, y esas son las malas. Si fuera de arrabio, sería más limpia, duraría menos y no se infectaría. ¿Qué cómo lo hice? Pues vi una chispa entrar derechita en mi guante. Me lo arranqué enseguida, la chispa apenas tuvo tiempo de rozarme, pero fue suficiente para hacerme esto”. Si hubiera tardado un poco más en darse cuenta, la chispa le habría podido atravesar la mano.

   Los hombres se acercan mucho al mineral fundido, a veces demasiado. “Cuando se atasca la reguera a la salida del horno –explica Gregorio Gundín, el jefe de equipo- hay que entrar hasta allí y desatascarla a mano, usando unas varas de metal. Hace tanto calor que se nos funden las suelas de los zapatos. Lo peor son los continuos cambios de temperatura, que nos machacan los huesos”. Llega una “cuchara torpedo· una especie de gran contenedor sobre raíles que se coloca justo debajo de la barandilla, la abertura superior bajo el canal por el que caerá el arrabio. Dos hombres, armados con largos palos metálicos, la herramienta más común aquí, se acercan a los caños ardientes y, mediante el simple procedimiento de retirar una barrera de tierra aquí y levantar otra allá, cambiar el curso de este candente río de lava a llenar la panza de la “torpedo”. En menos de diez minutos se vuelve a cortar ese canal y se abre otro, de desemboca en un segundo punto de carga. Las “torpedos”, una vez llenas, se dirigen a la acería, donde descargarán su contenido en grandes convertidores en cuyo interior se producirá el milagro y el arrabio se convertirá, por fin, en acero.

Gregorio Gundin observa como Francisco Javier Arruza toma la temperatura del arrabio.
Miedo al futuro.

   “Aquí hay tres maneras de reaccionar ante el cierre de Altos Hornos”, explica Gregorio Gundín, que a sus cincuenta y siete años es, hoy, el más veterano de todos los trabajadores que quedan en la empresa. “Por un lado están los que, como yo, hemos superado los cincuenta y dos años, que tenemos jubilación anticipada. Perdemos dinero, pero por lo menos tenemos el futuro resuelto. Luego están los que ahora tienen cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. Aún no alcanzan la edad de la prejubilación, y están preocupados porque no saben si, cuando lleguen a los cincuenta y dos, seguirán teniendo derecho a cobrar. Tal como están las cosas, en cuatro o cinco años puede pasar de todo. Y luego están los más jóvenes. Para ellos es otra historia. Les han prometido recolocarles en otras empresa, pero no las tienen todas consigo”.

Dos operarios enfriando la boca del horno.
   Lo que Gregorio Gundín y su equipo tienen absolutamente claro es que hoy, 16 de febrero, sólo quedan doce días para que apaguen el Horno Uno, y con él sus puestos de trabajo. El 28 de febrero es la fecha fatídica. (Si todo va según lo previsto, cuando aparezca este número de ByN hará ya cinco días que el Horno Una ha dejado de funcionar).

   Faltan, pues, doce días para que el fuego se apague al mismo tiempo en la boca del horno y en los corazones de los que lo han mantenido vivo hasta ahora. “El horno –dice Gregorio- es como una persona. Tiene su carácter y hay que entender lo que nos dice en cada ocasión. Hay días que está alegre, Ahora, por ejemplo (y mira hacia la boca con cierta desconfianza) está a punto de empezar a soplar”. Eso significa que la lluvia de chispas se va a intensificar, reacción que se produce cuando el nivel de líquido dentro del horno baja demasiado. Solución: usar el cañón tapa piquera, que rota sobre sí mismo hasta introducirse en la misma boca del horno, donde escupe una masa negra que la sella. Más tarde, cuando el nivel de arrabio hay vuelto a subir, el precinto se romperá y en las regueras volverá a correr el mineral hacia las “cuchara torpedo”.

Andrés Díaz, vigilando en continuo flujo de agua 
de refrigeración del alto horno.

Final Inesperado.

   Andrés Díaz es el vigilante de agua del Horno Uno. Tiene 51 años y lleva veintidós en la empresa. Irá un año al paro, hasta que alcance la edad de la jubilación anticipada. Entonces, todo habrá terminado para él. “Es una pena –afirma- no tanto para nosotros, sino para los que vengan detrás. Altos Hornos era un símbolo, algo que parecía que no se iba a terminar nunca. Cuando uno entraba aquí, era como entrar en un ministerio. Ya tenía trabajo para toda la vida, ya se podía comprar un piso, y un coche, y formar una familia. Me pregunto de qué van a vivir los que vengan detrás. Pobres jóvenes”.

   Llegan las dos y termina la jornada del turno de mañana, que entró a las seis. Con cariño y esmero se limpian las regueras, se disponen los puentes de hierro sobre los canales, se retira la escoria, se deja todo dispuesto para el turno de la tarde. Unas cervezas en “El Alubiero”, el bar que lleva tres generaciones dando de comer y de beber al personal, y a casa. Mañana, como siempre, será otro día. No se terminan de hacer a la idea de que jornadas como la de hoy quedan pocas, muy pocas, y que lo que ayer parecía eterno hoy se disuelve entre los dedos con pasmosa velocidad. No se quieren hacer a la idea de que días como el de hoy ya jamás, nunca, volverán.


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Publicado por José Manuel Nieves y Pablo Duran en 1995

en la revista Blanco y Negro.

Obra original perteneciente a los fondos bibliográficos de la Fundación Sancho el Sabio Fundazioa. (Vitoria-Gazteiz).

http://hdl.handle.net/10357/11274



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